«Es común en la juventud, yo me imagino, sentir en rápida
sucesión cierto número de actitudes distintas hacia la vida y el mundo, y
sentirlas sucesivamente con tanta fuerza como si no tuvieran competidoras. Yo
amé la belleza de fantasía que hallé en Shelley; gocé con los ardientes
revolucionarios retratados por Turgueniev; y me emocioné con los audaces viajes
de aventuras que constituían el tema de las obras de teatro de Ibsen. Todas
estas cosas, cada cual a su manera, daban satisfacción a los humores más
optimistas; pero yo tenía otros humores para los que literaturas completamente
distintas encontraban expresión: los humores de desesperación, de repugnancia,
de odio y de menosprecio. Nunca di mi aprobación cordialmente a estos humores,
pero me alegraba encontrar en la literatura algo que pareciese justificarlos.
Leí muchísimo
durante mi adolescencia las obras de Caryle. Sus enseñanzas positivas me
parecieron absurdas, pero me encantaban sus virulentas acusaciones. Me divirtió
verle describir a la población de Inglaterra como compuesta “de veintisiete
millones, la mayoría chalados”. Me sentí deleitado por esta observación:
“Figúrate que merecieras ser ahorcado (cosa muy probable) y sentirás una
felicidad en que solo te fusilen”. Pero acabé por convencerme de que su actitud
ante la vida era displicente, más bien que trágica. No fue en sus escritos
donde encontré plena satisfacción de mis negros humores, sino en El rey Lear.»
Bertrand Russell, “Libros que influyeron en mí durante mi juventud”, en Realidad y ficción
Russell es un intérprete inteligente de la vida que ayuda a entenderla en los momentos de mayor confusión.
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